Después de la guerra de la independencia y al romper los lazos con España, se generaron las condiciones para superar los límites que la metrópoli había impuesto al desarrollo económico regional, e incorporar nuevas opciones tecnológicas y comerciales.
En los años siguientes, el nivel de la actividad vitivinícola se mantuvo en estándares elevados y siguió siendo el motor de la economía de Mendoza.
El censo de 1895 detectó que había 15.000 hectáreas de viña y 400 bodegas, que elaboraron 28 millones de litros de vino. En los siguientes 15 años, se triplicaron los viñedos y bodegas: 45.000 hectáreas y 1100 establecimientos respectivamente. En el año del centenario, se elaboraron 260 millones de litros de vino. Desde el punto de vista cuantitativo, Mendoza ya era una potencia vitivinícola de nivel mundial.
La industria del vino consolidó un modelo de fuerte distribución de la tierra en Mendoza. La viña permitió que la pequeña propiedad se abriera camino, apoyada en el trabajo intensivo de 1.000 bodegas que elaboraban vino en la década de 1910.
La industria vitivinícola promovió en Mendoza un modelo de mayor democracia social y económica, con mayor cantidad de empresarios y pequeños propietarios agrícolas e industriales.
Mendoza emergió entonces como una provincia cabalmente moderna en la Argentina, con un modelo de desarrollo dinámico y complejo, que transformó la provincia en un emporio de desarrollo regional.
Desde 1910 en adelante, las construcciones de adobe, techos de caña y los lagares de cuero quedaban definitivamente atrás. En adelante iban a predominar las construcciones modernas, con ladrillos, cemento y metal, conjuntamente con las nuevas tecnologías. Estos grupos, fundamentalmente italianos y españoles, dejaron su sello en la nueva industria vitivinícola argentina, etapa de la industria tradicional.
Los inmigrantes asestaron un duro golpe a la identidad del vino argentino. En lugar de desarrollar un producto con características propias, trabajaron para imitar los paradigmas de la vitivinicultura europea. Cuando obtenían un vino de buena calidad, lo llamaban con denominaciones de origen geográfico europeo, como burdeo y borgoña para los tintos y chablis para los blancos. Los inmigrantes europeos dueños de la industria vitivinícola argentina, no fueron capaces de desarrollar los vinos con identidad argentina.
La acción de los inmigrantes en el sentido de intoxicar la identidad de los vinos argentinos, con denominaciones de origen europeas, fue severamente cuestionada por los intelectuales mendocinos de la década de 1960, fundamentalmente Francisco Oreglia y Benito Marianetti.
El enfoque de Oregli apuntaba directamente al problema de la identidad. Mendoza podía hacer vinos de elevada calidad, pero inexorablemente seria distintos a los europeos. Por su parte, Marianetti, destacado abogado del foro local, historiador, ensayista y principal líder socialista del interior del país en el siglo XX, respaldó esta posición, y explicó la tendencia de los bodegueros en los siguientes términos:
Si elaboramos un buen tinto, no decimos “vino tinto de la Consulta o de Lulunta”. Decimos vino tinto tipo Borgoña, porque si no es Borgoña no es vino.
De acuerdo con la interpretación de Marianetti, el uso de las denominaciones de origen europeo era resultado de un proceso cultural, arraigado en la mente de los empresarios vitivinícolas, la inmensa mayoría de los cuales eran inmigrantes o hijos de inmigrantes.
La identidad de la industria vitivinícola argentina, quedo intoxicada con nombres europeos, impuestos por los inmigrantes. Esta tendencia se consolidó porque los europeos no elaboraron vinos en argentina para el mercado internacional, sino para el mercado interno, el único que les interesaba y por el cual dieron grandes batallas políticas.